La sanidad en el siglo XVIII (4): Enseñanza médica y atención sanitaria en España

Javier Segura del Pozo, médico salubrista

Continuamos con nuestro repaso a cómo era la sanidad en el siglo de la Ilustración, centrándonos hoy en España. La enseñanza médica seguía estando limitada a los estudiantes más pudientes y excluida para las mujeres y judíos. La formación quirúrgica estaba en manos del gremio de cirujanos-barberos. Había menos de 4.000 médicos (concentrados en las ciudades y controlados por el Protomedicato) para una población peninsular española de 11 millones. La mayoría de la población se medicaba ella misma, seguían acudiendo a curanderas, barberos y charlatanes o buscaban el efecto milagroso de reliquias, santos o peregrinaciones.

Los estudiantes de medicina

Durante la Edad Moderna estudiar medicina era escoger una de las carreras más caras. Los estudiantes procedían fundamentalmente de las capas pudientes integradas por familias de clérigos, médicos y abogados. Un decreto de Felipe II de 1559 limitaba la enseñanza y la docencia a universidades, instituciones o colegios dentro de las fronteras de la Monarquía hispánica. En España y algunos estados alemanes e italianos se prohibía a los súbditos matricularse en instituciones extranjeras. Temían las influencias perniciosas por el intercambio de ideas entre estudiantes europeos (vamos, que se cargaron el programa Erasmus de la época). Hubo que esperar a un decreto de Felipe V en 1718 para que se crearan becas para el estudio en el extranjero, con las que se adquiriera nuevos “conocimientos y técnicas útiles” para el proyecto de Estado, además de contratar a profesores extranjeros para su docencia en España[1].  

Colegiales y manteistas en la universidad española de los siglos XVI a XVIII: aunque los estudios universitarios (especialmente, los de medicina) solo estaban reservados a las clases pudientes, se distinguían dos categorías de estudiantes por su nivel de riqueza o influencia. Los colegiales (a la izquierda: atuendo de un colegial de Sta Maria de Sevilla en el siglo XVI) que vivían mediante pago en los Colegios fundados junto a la universidad, y que se distinguían por una prenda llamada beca, término que se hizo extensivo a la pensión de la que disfrutaban. Y los manteistas (imagen de la derecha) que llevaban el manteo (capa con cuello) encima del traje talar. Vivian en casas particulares y pensiones y realizaban diversos trabajos para sobrevivir, como tocar instrumentos y cantar (imagen del centro) por locales y por encargo (origen de la tuna y los tunos).

Dos colectivos estaban excluidos de esta enseñanza: judíos y mujeres. Las mujeres no podían asistir a la universidad, lo que las impedía obtener el título médico. Con todo, en el siglo XVI parece que algunas mujeres hicieron aprendizajes quirúrgicos. Sin embargo, según Lindemann[2], la tradición de las mujeres en la medicina era antigua y algunas estaban familiarizadas con las teorías médicas académicas de su tiempo. Y hubo matronas que publicaron tratados para introducir las ideas médicas de la época en la práctica obstétrica, como luego veremos.

La formación quirúrgica, sin embargo, se dio en el marco gremial y no universitario (gremios de cirujanos-barberos) hasta finales del siglo XVIII y el XIX. Médicos y cirujanos-barberos fueron profesiones separadas hasta las primeras décadas del XIX. Debemos destacar como suceso pionero la creación del Real Colegio de Cirugía de Madrid en 1787, dedicado a la enseñanza de la cirugía al margen del sistema gremial, que incluyó, como luego veremos, la formación de mujeres como matronas tituladas. Sin embargo, los estudios de medicina estuvieron vetados a las mujeres hasta la primera década del siglo XX. El 8 de marzo (una fecha significativa) de 1910 se publicó la Real Orden de acceso libre de la mujer a estudios superiores, licenciándose en esa década las primeras médicas españolas, como la pediatra leonesa Nieves González Barrio[3].

La atención sanitaria en España durante la Ilustración

Según Perdiguero-Gil[4], la disponibilidad de atención sanitaria cualificada en el último tercio del siglo XVIII era en España, al igual que en otros países europeos, notablemente desigual. Había una concentración de profesionales altamente formados en las ciudades y grandes poblaciones y un casi total abandono de la población rural, lo que adquiere más importancia al saber que esta última representaba el 80-90% de la población total. Vivía en una condiciones al límite de la supervivencia, después de pagar rentas e impuestos. Así las cosas, se alcanzaban limites dramáticos cuando aparecían las periódicas crisis de subsistencia. Al final del siglo, los médicos eran menos de 4.000 para una población peninsular de 11 millones y se concentraban allí donde había pacientes capaces de pagar sus honorarios o había instituciones con fondos comunes para contratar servicios médicos, como eran los cabildos, los pósitos (sus reservas de cereales y financieras les permitían contratar asistencia sanitaria para la población rural) o los gremios de labradores (a semejanza de similares hermandades urbanas). 

Representación de una visita de un médico a la casa de una familia pudiente en el siglo XVIII. Ha llegado en una silla del sedán y está llevando frascos de medicamentos en su bolsillo y una jeringa se esconde debajo de su brazo. Tarjeta Comercio Liebig c1910 (El arte de curar hace 200 años. El doctor hace sus visitas). La atención sanitaria a domicilio por médicos de formación académica estaba casi reservada a las clases pudientes y en el medio urbano. La mayoría social acudían a otros proveedores sanitarios (familiares, vecinas, curanderas, charlatanes, religiosos) o eran atendidos por médicos contratados por las instituciones de beneficencia, cabildos y gremios en los hospitales públicos caritativos.

Sin embargo, todavía a finales del XVIII, la mayoría de la población tenía que acudir a curanderos y sanadores “empíricos” de todo tipo, además de la autoayuda o ayuda mutua entre vecinos. La práctica profesional seguía siendo controlada por el Protomedicato, o en el caso de los barberos-cirujanos por el tribunal subordinado del Protobarberato y Protocirujanato. En suma, la escasez de profesionales sanitarios con una mínima formación académica hizo que las autoridades municipales consintieran la práctica de profesionales sin licencia del Protomedicato, que se sumaban a los abundantes cirujanos, barberos y sangradores que ejercían su práctica sin necesidad de acreditar su formación. 

A todos estos “profesionales” había que sumar la legión de charlatanes y curanderos de ambos sexos. Algunos de estos últimos eran ambulantes y se especializaron en la cura de la rabia o el mal de ojo, usando una variedad de ungüentos, cremas, reliquias religiosas, conjuros y rituales, así como la corrección de jorobas o hernias. Un real decreto de 25 de mayo de 1785 trató de controlar su práctica, que siempre era sospechosa de herejía. En muchos casos eran personas que además tenían otras ocupaciones y para los cuales el curar era una forma de poner al servicio de la comunidad un don que poseían a cambio únicamente de regalos considerados más gratitud que pago de servicios, en una sociedad donde, según Perdiguero[5], los vínculos comunitarios todavía eran más fuertes que la pulsión al beneficio individual.

Un charlatán cirujano del siglo XVIII

En la España de la Ilustración, la religión seguía siendo básica en la cosmovisión de la población, incluida la referida a las ideas sobre sus enfermedades, por lo que buscaban frecuentemente alivio a sus males en santos, reliquias religiosas, ermitas y peregrinaciones. Por ello, las ideas populares sobre la salud y la enfermedad estaban más próximas a la de los curanderos que a la de los profesionales. Y aunque estos estuvieran disponibles y accesibles, no los consultaban de entrada al pertenecer a esferas sociales y culturales diferentes. De cualquier forma, es importante considerar que las alternativas de atención sanitaria disponibles eran consideradas de forma ecléctica por la mayoría de la población y que la medicina profesional y laica seguían siendo en el siglo XVIII más complementarias que competitivas. Un empeoramiento de la enfermedad podía animar a la gente del común a consultar a un médico como último remedio, a pesar del coste de sus honorarios. Así también gente pudiente no descartaba la posibilidad de consultar a curanderos[6].

Situación similar se daba en el Portugal del siglo XVIII. Según Isabel Mendes, la mayoría de la población “se medicaba ella misma, consultaba a la matrona, escuchaba al charlatán o seguía la cura prescrita por la curandera. Por otro lado, la medicina popular y la medicina universitaria coincidían con frecuencia, y no eran raros los casos en que una misma persona recurría al médico y al curandero buscando soluciones para sus males”[7]. La frecuente demanda de sanadores y sanadoras empíricos en Portugal, aunque contaba con cierta oposición por parte de los médicos, se explicaba por el exiguo número de profesionales de la medicina disponibles, además de las limitaciones de su saber. Así se consentían para atender las numerosas lesiones producidas en la vida cotidiana por la violencia física, o hacerse cargo eficazmente de los insuficientes cuidados de higiene o de una dieta alimentaria deficiente[8].

Como complemento al texto anterior, os dejo este video de 17 minutos editado por la UNED en 2002, titulado «Enfermar en el Madrid del siglo XVIII» que describe la atención sanitaria diferenciada por nivel de riqueza, las principales instituciones de beneficencia existentes en Madrid, las enfermedades y problemas de salud mas prevalentes, su relación con el importante nivel de pobreza existente y los mecanismos institucionales para registrar y controlar a la legión de pobres urbanos.

[1] LINDEMAN, M. (2002). Medicina y Sociedad en la Europa Moderna, 1500-1800. Madrid: Siglo XXI Editores, pp.113

[2] Ibidem, pp. 113-114

[3] ZAFRA ANTA MA, HERNÁNDEZ CLEMENTE JC, GARCÍA NIETO VM, MEDINO MUÑOZ J. (2022). “Biografía de una pediatra pionera en España: Nieves González Barrio (1884-1961)”. Revista Pediátrica de Atención Primaria. 24, pp. 93-102.

[4] PERDIGUERO-GIL, E. (1992)“Popularizing medicine during the Spanish Enlightenment”. En: The popularization of medicine, 1650-1850, ed. Roy Porter, London: Routledge, pp. 163-164.

[5] Ibidem, pp. 165-167.

[6] Ibidem, pp. 167-168.

[7] MENDES, I. (2002), “Medicina Popular versus medicina universitaria en el Portugal de Juan V (1706-1750)”, Dynamis, 22, pp. 210-221.

[8] Ibidem, p. 215.

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